Texto de la ponencia presentada en la Jornada sobre María Victoria Atencia, Facultad de Filología de la Universidad de Salamanca, 20 de mayo de 2015, con motivo del Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana 2014.
En el último poema de su libro El umbral (2011) María Victoria Atencia se erige en lectora de sí misma para recapacitar sobre el significado de cuanto lleva escrito :
Qué decía esta tinta, ya desvaída antes
de que yo fuese el huésped que me acosa,
mi habitante al que escribo cuando ya tengo el alma
tan pequeña que apenas si me cabe
en su espacio tan propio y tan pequeño.
La tinta, el curso azul y sus insignias,
Como una vena que me recorriese y tiño
y escribo y leo y sufro su latido. (p. 47)
Con la metáfora del ´curso azul´ la poeta plantea otro modo de leer el conjunto de su obra, no como una trayectoria —lo que implicaría un punto de origen y un destino, al cabo de una línea recta— sino como signos que circulan.
No puede el sujeto poético imaginar el no escribir, por más que este ejercicio ha dado a luz otro ser, medio cómplice, medio enemiga, de la que la lectora se siente tan sólo el ‘húesped.’ Así como Borges reflexionaba en ´Borges y yo´ sobre el otro yo literario, el que tenía fama y que había usurpado su apellido, Atencia reflexiona sobre el personaje que se ha engendrado en su poesía y que vive ahora dentro de ella, y al que ella se dirige. No es la primera vez que reflexiona sobre quién se enuncia en su poesía ni es la primera vez que nos advierte sobre cómo se ha de leer ese yo. En un poema titulado ´La rama dorada´ (Compás binario, 1984) ha insistido en que su poesía no es sino la ‘leyenda’ de sí misma, de la que implícitamente se separa la autora de carne y hueso.
La metáfora del curso azul apunta a dos vertientes de su poesía que son ineludibles. Primero que quien lo ha escrito se imagina implicada en una dialéctica entre el leer y el escribir, y en el azaroso juego de aceptar que al escribir, al objetivarse, se vuelve otra, incluso para sí misma. Este proceso se puede entender en un sentido teórico como el que subyace en general a cómo el sujeto poético se va insertando en una tradición. Pretende leer el mundo y leerse a sí misma a través de otros textos, sean estos visuales o verbales. En segundo lugar quiere decir que la poeta no ha ido dejando atrás a lo largo de los años aquellos temas u objetos que han merecido su reflexión, sino que estos vuelven y circulan.
¿Cuáles son los temas que suscitan su atención una y otra vez? Hablando propiamente no son temas sino configuraciones de sentido: configuraciones que son a su vez fruto de la contemplación de figuras y lugares a partir de los cuales la poeta ha construido un mundo propio, y desde los cuales surge una voz que es suya y al mismo tiempo ‘trascendida’ (como ella misma dirá acerca de la voz que se oye en Trances de Nuestra Señora). Sirven de escenario jardines, casas, museos, paisajes domésticos o extranjeros, lugares descubiertos a lo largo de una vida rica en viajes, lecturas y reflexión, y a través de los cuales la poeta se busca, se interroga. Y se interroga sobre todo por el sentido del yo en el tiempo. El tiempo la despoja pero es también lo que la purifica.
Muchos de los objetos de su contemplación–hasta los naturales–han provocado exégesis y teoría en abundancia (desde Lady Godiva a Paulina Bonaparte o la Virgen María). De ahí que la poesía de María Victoria se vea implicada en juegos de intertextualidad o de écfrasis. Por esta última figura, se recordará, se entiende la representación de lo pictórico por lo verbal. Ni más ni menos que de eso se trata cuando se habla del culturalismo en conexión con su obra. Se vale paradójicamente de un diálogo con los objetos en el que la poeta busca analogías para hablar de sí misma.
El yo que emerge en esta poesía es un yo que se ha dicho ejemplifica una ‘póetica ´débil´.[1] Pero voy a defender que se trata más bien de un yo que se ha despojado a voluntad y de una poeta que ha comprendido que paradójicamente es esto lo que exige la poesía: la entrega a algo más grande que uno mismo…
Empecemos por un núcleo temático que es el punto de partida de su obra: la transitoriedad de la vida. Es uno de los temas que más se ha comentado en la poesía de María Victoria, sin duda porque viene de muy atrás y sitúa a la autora en un largo linaje de poetas, el de Jorge Manrique. Pero María Victoria Atencia no fabrica alegorías ni pretende inculcar moraleja. En su planteamiento más sencillo el tema emerge como fruto del contraste entre lo que se contempla y plasma en imágenes visuales estáticas y la repentina conciencia por parte de la observadora de que la inmovilidad de lo que atrae su mirada no es más que una ilusión y que podría disiparse en cuestión de segundos.
En ´Campo de Villanueva´, por ejemplo (De la llama en que arde, 1988) el poema entero gira en torno al contraste que el sujeto lírico evoca entre el inmóvil manto de retazos con que representa al paisaje —un paisaje donde sólo el vuelo del zorzal altera, momentáneamente, la quietud del cuadro— y el doble sentido en que la observadora y caminante se descubre como ´transitoria’: como persona que pasa y persona cuya vida pasará. He empleado la palabra ‘cuadro’ en sentido metafórico para referirme al paisaje que se describe en el poema; quisiera de ese modo llamar la atención sobre una poética plástica que caracteriza a su poesía y que consiste en representar la realidad como si fuese una pintura.[2] Para determinado número de teóricos es este el sentido más básico de la écfrasis: el de una técnica descriptiva que los griegos llamaban enargeia, una descripción visual particularmente viva. Otros insistirían en que sólo se da esta figura cuando se trata de representar verbalmente algo que ya ha quedado plasmado en pintura o escultura. Pero sea esto como fuere, en la poesía de Atencia el paso de lo verbal a lo pictórico parece que sirve para llamar la atención sobre lo que la pintura o la imagen visual no puede captar: la fragilidad, la ´condición de arena´ del sujeto poético (como la poeta ha dicho de sí). [3] Así que la apuesta por la écfrasis en ‘ El mundo de Cristina’ , poema basado en el famoso cuadro de Andrew Wyeth, no atenúa la conciencia de su mortalidad por parte del hablante sino que le permite postular detalles íntimos acerca de la protagonista que no se pueden atribuir a la chica que contemplamos en la pintura y que no figuran en la obra de Wyeth: el sujeto poético de Atencia se imagina a las enaguas quardadas en el armario de la chica roídas por la polilla, y tiene la certeza al final de que en esa granja de Maine vendrán los gansos a morderle la nuca:
Me he vuelto,
Confundido mi nombre, para salvar mi casa,
Aunque siga en un cuadro donde tan sólo espero
Que irán a dar razón de mi nuca los ánsares. (Compás binario, 1984).
Pero por muy consciente que sea la poeta de que lo humano es transitorio, y de que lo son en igual medida los lugares que los seres humanos construyen e interpretan, encontramos otro impulso contrario en su poesía, y ese es el impulso por salvar el mundo y cumplir el curso del tiempo, junto a lo que venga requerido por él, como si se tratase de observar lo prescrito por un calendario litúrgico. Esa sensibilidad –y esta dualidad en su pensamiento –aproxima a la poeta a lo barroco. Y el ejemplo más claro de esto es acaso el poema titulado ’Retiro de Fray Alonso’. El retiro al que se refiere es, al igual que El Retiro de Madrid, un jardín que le servía a su primer propietario —un obispo de Málaga, Fray Alonso de Santo Tomás— como refugio del calor y trajín de su mundo. La ornamentación que ha quedado y de la que da cuenta el poema (con sus ninfas, ánforas y glorietas) hace pensar que —a pesar del oficio eclesiástico de su primer dueño— el jardín fue pensado y dispuesto después como marco para el galanteo. Hoy en día encuentra la hablante del poema que son los pájaros los que ejecutan esos ritos primaverales de cortejo. Los terrenos acusan el abandono, del que las hojas que llenan las fuentes son signo inconfundible. A la poeta el aspecto de ese jardín le ha traído al recuerdo algo —no nombrado— que prefiere olvidar. Y tanto es así que los últimos versos se pueden leer como una exhortación a borrar algo caduco que le venía entristeciendo:
Démosle media vuelta a la llave olvidada
que colma las albercas y hace saltar las fuentes:
dejemos que las aguas se atropellen y corran;
que arrastren hojas, sombras, palabras y recuerdos. (El mundo de MVA, 1978)
El lector atento de Góngora notará, sin duda, que se cierra este poema —el jardín simbólico—haciéndose eco de cómo el poeta barroco cerraba uno de sus sonetos más célebres, dedicado al motivo del carpe diem. Allí Góngora le advierte a la hermosa joven a la que el poema va dirigido, que disfrute sus encantos antes de que estos se esfumen, antes de que
No solo en plata o viola truncada
se vuelva, mas tú y ello juntamente
en tierra, en humo, en sombra, en nada.
Pero el sujeto poético de María Victoria Atencia, a diferencia de Góngora, no despide o tacha de irreal lo que antes merecía su alabanza–la belleza de una joven en flor, su ‘cuello, cabello, labio y frente’–condenándolo al olvido, sino que abjura de todo lo que impide la restauración del jardín del obispo a su antiguo esplendor: no se trata sólo de borrar todo rastro de una (indefinida) pena personal sino de colaborar en la dispersión de las hojas secas del invierno y de esa manera dejar que el jardín y el curso de las estaciones vuelvan a resplandecer.
Buen ejemplo este, creo, de cómo la conciencia por parte de la poeta del paso del tiempo se templa con el deleite que experimenta ante la belleza y que le hace ceder a un impulso a favorecer el curso natural del mundo.
Esta dualidad encontramos que recorre todo lo barroco: por un lado la atracción por lo bello y el deseo de renovar y continuar el mundo afirmado por los sentidos, y por otro la constatación de que ese mundo es efímero y llamado a desaparecer.[4] La poesía de María Victoria Atencia surge, como vemos, de una tensión que comparte con los grandes poetas de la Edad de Oro. Y eso significa que por muy consciente que sea de lo transitorio de la vida, se muestra en su poesía apegada a lo terrenal, como una mujer que desea, ama y acepta participar en la reparación y repetición de la vida – conforme ella ha entendido esta tarea– sea a través de pequeños rituales femeninos o a través de su experiencia como madre de familia. [5]
Característicamente el sujeto poético no permanece quieta sino que se representa como quien ha penetrado en un recinto y luego se ha detenido ante lo que ve para dar paso al poema. ( Entre otros ejemplo se podrían citar ‘Los Jerónimos´, ´Peñafiel´, Él río’, ´Lavadero viejo´). Tras entrar a ese espacio — casa, jardín, iglesia– sigue transitando hacia un espacio todavía más adentro: hacia el mundo de los sueños, la imaginación, o la esperanza. Y puede luego desde ese mundo interior volver a proyectarse hacia fuera, dejando vislumbrarse el mar o el cielo. Se trata, pues, de ir entrando en lugares simbólicamente liminares que marcan el paso de un estado a otro, y en distintos momentos de la obra el proceso promete cosas muy distintas. La emoción que se experimenta dentro de los recintos que va acotando esta poesía no es sencilla sino que puede mezclarse allí el placer con el olvido (como en ´Mar´, donde la cama se convierte en tinaja o barco que la lanza a la deriva, soñando) o con un extraño presentimiento de peligro o muerte. Los lugares liminares acaban apuntando retrospectivamente a un concepto del sujeto poético como quien está y ha estado esencialmente desde el principio volcada a la transformación. Como si fuese alguien, para ser más exacta, cuyo deseo estuviera cada vez más depositado en ese proceso como su esperanza. Si esto implica un deseo de salirse del tiempo y de sí, también lleva implícito aceptar que la belleza y los modos de plenitud en que se cifra ese deseo de trascendencia están sujetos al curso temporal. Poéticamente se trata de encontrar un modo de transmitir el necesario equilibrio entre un deseo de plenitud –a través de la búsqueda de la metáfora o el símbolo– y la conciencia de que la plenitud no está a nuestro alcance.
En ‘Castellar’ (Compás binario, 1984) el sujeto poético explora el interior de un castillo derruido, cuyo aspecto externo –todo menos su aire de abandono y su exposición al aire— se deja a la imaginación. Dos frases ayudan al lector a imaginarse dónde la hablante se encuentra: ‘mi morada suspensa’ o ‘mi castellar cegado’. Hacen pensar en un recinto elevado y en una orientación puramente interior, ya que un castellar es propiamente dicho un lugar donde hubo pero ya no hay castillo.
Los lectores de Santa Teresa y de su célebre tratado sobre la oración no tardarán en identificar ese recinto con el alegórico castillo del que se vale Teresa para retratar al alma. Así como la narradora de Las moradas mide y reconoce el progreso del alma por las distintas estancias interiores a las que tiene acceso, la hablante del poema de MVA se mueve por un edificio abierto al cielo en el que la arquitectura del alma es reconocible. Teresa ha explicado que en una de esas moradas del simbólico castillo –la más bella – se halla Cristo. Aunque no tenemos la certeza de que en el poema de María Victoria, la ‘última estancia’—a la que se siente llamada la hablante –lleve a Dios, la poeta se imagina que fue en donde tuvo su origen; dónde Dios ´me tuvo entre sus dedos’. Una araña que ‘teje el hilo dorado del crepúsculo’ habla al mismo tiempo de abandono y de esperanza. [6] Al final el sujeto poético se representa ‘en suspenso´, apoyada sobre un vacío que sólo desafían los pájaros ´que cruzan´ en silencio.
La poesía de Atencia no lleva cifrada en ella una práctica mística (a diferencia de la poesía de su querido San Juan de la Cruz) pero a menudo se celebra en sus versos un momento privilegiado que recuerda la ciencia de los místicos. Y se acusa una paradoja que caracteriza a esta: la del ser que se siente engrandecido por algo que le sobrepasa al mismo tiempo que humillado, anonadado.
Se diría que Atencia ha interiorizado uno de los principios fundamentales de la mística: es preciso vaciarse —y con esto, de nuevo, no me refiero a ningún impulso ascético o de empobrecimiento sino a la necesidad de desprenderse de todo lo que no deje espacio en la personalidad para una experiencia más alta de la que se puede alcanzar con los sentidos: una experiencia trascendente. Bajo esta perspectiva va quedando claro que la experiencia de la ‘nada’ o de la ceguera al encontrarse el sujeto poético frente a frente con lo bello es en sí un momento deseado y sublime, capaz de otorgar a quien lo experimenta poderes extraordinarios. En el poema ‘Esa luz,´ por ejemplo, aunque el primer verso es una amonestación al alma a retirarse ante lo bello, se insinúa que ese gesto es el adecuado para comprender que la experiencia del anochecer sobre el mar (la experiencia empírica recogida en el poema) es el preludio de otra experiencia que requeriría reconciliarse con la noche:
Recógete, alma mía. Es sólo la belleza
que viene y tiñe el cielo y te vislumbra y pasa.
Conserva aún en tus manos esa luz que decae.
Algo trama la noche; también ciega lo oscuro
y tiene un cielo propio para acosar las aguas.
Peces errantes palpan un légamo de muerte.
En la terraza el viento quiebra el tallo a los áloes. (Paulina o el libro de las aguas, 1986)
Con todo, esos versos no dejan de ser enigmáticos. ¿Cómo puede sonar a consuelo o explicación pensar que no sólo nos ciega la luz sino la oscuridad también? ¿Acaso es positivo el estar ciego, al igual que si se estuviera deslumbrado? El instinto del ser humano es de aferrarse a la luz — o a la memoria de la luz— cuando posiblemente, según queda implícito, lo nocturno, presagiando tormenta e incluso muerte para las criaturas, debe aceptarse con serenidad.
En ´La llave´ (Paulina o el libro de las aguas) encontramos un momento de tintes místicos más pronunciados, aunque en este caso se trata de una experiencia que atañe más directamente al concepto de sí misma que posea el sujeto poético. El escenario es la Alhambra de noche y en concreto el Patio de las Albercas con sus arrayanes en flor. Apenas si hay más descripción que esa, y la acción verificable en este nuevo escenario es igual de mínima; tras ganar el sujeto poético entrada al recinto, todo el énfasis recae en lo que ocurre dentro de la observadora, mientras por fuera se apunta tan sólo –mediante una metonimia—la caída de una flor, que ´sacude´ la superficie de la alberca. Pero el poema ya ha ido dejando claro que la personalidad del sujeto, su emoción, sus circunstancias e incluso quizá el sentido del privilegio que disfruta al conseguir acceso a ese lugar a esa hora, todo se ha ido quedando atrás, como ropajes de los que se desembaraza. Surge una paradoja. La sensación de pérdida que provoca lo bello —la sensación de que se está quedando despojada – ha provocado a la vez una extraordinaria sensación de poder– y dice: ‘Podría untarme las yemas, dar luz a un ciego´ como si pudiera obrar un milagro . Y aunque se trata de un hipotético poder del que no hace uso ni propiamente dispone – no se unta los dedos, ni pretende curar a ningún ciego— es posible inferir que incluso el imaginar haber dispuesto de ese poder es extraordinario. De esa manera se hace hincapié en el poder de la renuncia, que es lo que prevalece en el poema. Pues los últimos versos insisten en que el sujeto lírico, despojado de sí, se ha hecho uno en su pensamiento con la noche y que, aunque los cipreses, símbolo tradicional de la muerte, ´se alzan’ a su alrededor, ha alcanzado un estado deseado. El lugar donde el poema acaba y donde su sentido se corona es uno y el mismo. ‘Soy el vacío ya. Ni una voz me sostiene.’ La negación de sí misma para unirse a la noche y a la hermosura acaba pareciendo un gesto magnificador.
Volvamos los ojos atrás un momento. Se ha comentado que la obra con la que María Victoria iniciaba su segunda andadura — Marta & María de 1976—se caracterizaba por una tensión entre el apego a lo material y la búsqueda de la trascendencia. ¿No resultaba evidente por el título que la autora tenía el alma escindida entre lo espiritual y lo cotidiano? De las dos hermanas del Evangelio que seguían a Cristo, según se lee en Lucas (10: 38-42), Marta acaso representaba a la ama de casa y María a la intelectual, a la mujer que deseaba para sí una vocación más profunda. De ahí que un crítico norteamericano ( W. Michael Mudrovic ) haya acabado arguyendo que el último poema del libro, a pesar de llevar el título de ‘Marta & María’, es una velada apología de la mujer que rechaza lo doméstico y que vive en otro plano, favorable a la creación literaria. [7] El poema, por cierto, se vierte en la voz de María, a la que Jesús defendía.
En entrevistas, no obstante, la poeta ha insistido en que ella no admitía contradicción entre las dos hermanas. Y que las distintas posturas de éstas se pueden entender como las dos caras de una sola vocación poética. Una vocación que atiende tanto a lo inmanente como a lo trascendente. Quisiera sugerir que donde se encuentra una armonía entre las dos orientaciones tradicionales de la mujer es en la figura de la Virgen María. Hacia mediados de los ochenta la poeta empieza a ordenar y recopilar los poemas que ha ido componiendo y enviando cada Navidad a sus más allegados. Y así nace Trances de Nuestra Señora, libro que hace su primera aparición en 1986 y que luego se verá ampliado en el 1997. Se trata de un proyecto que ha ocupado un lugar aparte en su producción –no sólo por la rara unidad temática que la caracteriza— sino por la huella que ha dejado–como veremos –en su poesía posterior. Y es que de todas las figuras femeninas de las que María Victoria Atencia se ha ocupado la única que ha sostenido su reflexión a lo largo de los años es la Virgen María.
Hasta aquí he insistido en acercarme al mundo de María Victoria desde dentro pero es necesario abrir aquí un paréntesis que nos permite contemplar su proyecto desde fuera y a la luz de la historia literaria y la escritura de las mujeres. Bajo esta perspectiva se aprecia lo que los Trances de Nuestra Señora tienen de singular. Y se da el caso que el libro es singular desde varios ángulos. En los trances la poeta habla de los momentos más gozosos de su propia maternidad, desde el noviazgo hasta el alumbramiento del hijo y su primer aprendizaje. ‘Está la Virgen […] Pero también estoy yo.’ [8] Lo ha dicho con la sencillez de quien se declara devota de María. Pero poéticamente la cuestión no es sencilla. Y los motivos de celebración son varios. Porque entre otras cosas, como comentaba Paul Valéry a propósito de Gabriela Mistral, casi nunca se había poetizado ´la producción del ser vivo por el ser vivo´. [9] Y es eso precisamente lo que logra de una manera sostenida María Victoria Los Trances se pueden leer primero, pues, como una poetización de la maternidad. También se pueden leer como un intento audaz de dar voz a una figura femenina destinada, al parecer, a guardar sus secretos para sí o a no tener voz apenas en los Evangelios. Siguiendo el impulso que llevaba a San Lucas a poner en boca de María el Magnificat, Maria Victoria hace de la Virgen una poeta. Luego cabe una lectura más atenta a la experiencia de la que la Virgen se ocupa, que entraña ni más ni menos que el misterio más fundamental del cristianismo: se nos invita a ver en el libro el proceso por el que Dios se hace humano.
Pero poéticamente –y ahora vuelvo a un acercamiento más interno, más próximo a la lógica de la poesía de la autora–,los Trances son donde María Victoria Atencia ha podido resolver la tensión en su poesía entre lo materno y lo poético, entre la materia y el espíritu. Ya no urge elegir entre Marta y María o a justificar a ésta última. Ha imaginado a una madre meditativa, que atiende a lo material, a la creación en su cuerpo del hijo al tiempo que, enardecida, lo contempla como el futuro Cristo. Puede que San Agustín sirviese de apoyo a ese nuevo modo de pensar en la maternidad de María. Pues él estaba seguro de que la Virgen había concebido a Cristo en su mente antes de que lo concibiera en su cuerpo. [10] Dice el poema ‘Trance’ que la palabra de Dios llega a fruición en el vientre de María y que entre madre e hijo se entabla una conversación:
En tanto que en mi vientre se cumple su palabra,
escucho a mi Señor y mi Señor me escucha. (Trances de Nuestra Señora, 1986)
Ese diálogo íntimo entre madre e hijo es de un carácter trascendente (aunque no es el clásico diálogo entre el alma y Dios). Se ha señalado que los trances suponen una literalización de la experiencia mística de la unidad del sujeto con su Creador.[11] Bajo ese punto de vista el embarazo de la Virgen la engrandece de una manera que no le será permitida a ningún otro mortal. Hace acaso que la experiencia de María se convierta en el máximo bien deseado por místicos. Y así ha sido, por ejemplo, para Meister Eckhart para quien Cristo ha de nacer en su alma como si esta fuera simbólicamente la Virgen María.[12]
No obstante, cuando María Victoria vuelve a asumir la voz de la Virgen es para hacer hincapié en la voz de una mujer mortal que mide sus progresos por la grandeza del ser que alumbró, como en el poema titulado ‘Destino’:
Año tras año, pero los suficientes
fue alzando su estatura:
era al principio un verde palmo tierno
prendido a su semilla. ¿Quién lo recuerda ya?
‘Destino’ remite posiblemente a otro poema de ese título, célebre, de Angela Figuera, de 1950, en el que la poeta, asumiendo la voz de María, se lamenta de que su hijo le crece ajeno y que le será robado—en una clara alusión a su sacrificio.[13] Pero en el poema de Atencia, no hay ni asomo de esa patética protesta maternal. Ni en ninguno de los trances se alude siquiera al sacrificio de Cristo. En ´Destino ´ se limita a imaginar que el hijo crece para
Que una tarde apoyase en su tronco mi espalda
para medir en él su vocación de altura. (El umbral, 2010)
Confundida la voz de la Virgen con la de la poeta, comprobamos que hay un vínculo íntimo, mítico en la poesía de María Victoria Atencia entre lo materno y lo poético. Y que dos poemas podrían yuxtaponerse para dar cuenta de cómo en el mundo de María Victoria se ha contrastado la poesía (esencialmente de raigambre materna) con la música (el coto vedado del padre).
El vínculo de la poesía con lo materno es de carácter simbólico y se viene configurando en la imaginación de la poeta como un mito que ha posibilitado su poesía. Esto se manifiesta con toda claridad en un momento de crisis: de nuevo estamos en el libro Marta & María, cuando una pena personal parece que hace tambalearse la fe de la poeta en lo que ha escrito y sido. En `Dejadme´ el sujeto poético desea deshacerse de todo lo que le es más caro para poder regresar a sus orígenes. Deseando ser infans de nuevo (sin palabras) y sin categoría social (sin zapatos), quiere volver a un estadio previo a la palabra:
Dejadme como cuando nací desnuda y sola,
vacía de palabras, sólo aire en el pecho
[…]
Dejad que sin zapatos siga andando y regrese
de muy lejos al pecho caliente de mi madre. (Marta & María, 1976)
En ese estado anterior al habla y a la identidad que se adquiere entre los hombres, confía en que volverá a empezar. Y en que las palabras recuperarán su pureza. [14]
En el poema titulado ´La música´, por otra parte, comprobaremos que el sujeto poético siente que fue desterrado de las estancias donde aprendía la música y que esas estancias pertenecían al Padre Händel:
Yo, la desterrada ahora, la del exilio mudo por hastío de ti,
desdeñado el antiguo amor y su oficio
Bajo el ardiente arco del verano y su caliente insinuación:
bien venida al silencio. (La pared contigua, 1989)
Fue por ´hastío’—dice la hablante — por lo que abandonó el estudio de la música. Se desterró a sí misma, pues. Lo que se interponía entre ella y las estancias del Padre era el verano y la insinuación del eros.
La poeta cae entonces en la poesía, y aquella ‘caída’ es en un mundo intermedio, entre la carne y el espíritu, donde las palabras se agotan por su uso (‘La palabra ‘) y donde los pronombres más personales –como el mismo yo–son vacios:
Que no, que no me busquen ni me vayan
A dar razón de mi existencia. Soy
Sólo eso: yo (‘El aire’, El hueco, 2003) [15]
Sólo el mito puede salvar las palabras. Recuperarán su primer resplandor cuando se hace un esfuerzo porque vuelvan a los orígenes, salvándolas del flujo del tiempo. Es difícil no sospechar entonces que las palomas de las que habla Atencia en el poema que lleva por título ‘Jorge Manrique’ no sean a la vez palabras que se purifican en el río manriqueño, que es evocado como un río de luz:
A esa luz que nos crea y nos destruye a un tiempo
bajan desde sus nidos a abrevar las palomas:
abaten en la orilla su cuello hasta las aguas
y lo yerguen, y el río que se lleva su imagen
viene a dar en la mar, en tanto que ellas vuelan,
desnudas ya de sombra, hacia sus columbarios. (´Jorge Manrique’, Compás binario,
1984).
En última instancia los orígenes llevan a Dios, que no es ni materno ni paterno finalmente, sino ambas cosas a la vez. [16]
Quisiera resumir lo que hemos sacado a la luz en este repaso a la poesía de María Victroia Atencia. Su mundo es el de la paradoja y los lugares que el sujeto poético frecuenta le dan pie a que medite sobre fuerzas y realidades en tensión. El personaje creado en su poesía es despojado por el tiempo –el tiempo es su ´salteador´ (como había dicho en ‘San Juan’) — pero al mismo tiempo su flujo trae al sujeto poético paso a paso a un punto de fruición que sólo se alcanza dedicándose de lleno al curso de las estaciones. Así es que la poeta se compara alguna vez con los bulbos desecados de los jacintos, guardados en invierno en lo más oscuro de una alhacena: ‘Yo, jacinto también que ignoro los renuevos’ (Las contemplaciones, 1997). Despejemos cualquier posible ambigüedad: ignorar que llegará la primavera con sus renuevos no es cuestionar que llegue sino demostrar un peculiar modo de fe en que eso sucederá y la alcanzará la primavera. [17] Su escritura la acompaña en este propósito–como cómplice y enemiga a la vez. Porque escribir es aceptar el anonimato que imponen los signos –la necesidad de apostarlo todo a palabras gastadas o ´desvaídas´, aunque sea lo único con que uno se defiende. Escribir es saber que la literatura no inmortaliza a la persona sino al personaje que el poeta y sus lectores construyen a partir de los textos. Pero al mismo tiempo escribir se convierte en un ritual por el que la poeta afirma y lleva a cabo la búsqueda de un rumbo. La María Victoria que habla en ´La tinta’, el poema con el que hemos iniciado este repaso a su obra, nos ha dejado con la sensación de que está suspensa entre lo que ha vivido –lo que está a sus espaldas –y lo que espera le tenga aguardado su Creador.
[1] Bruno Bosteels, ‘Por una poética débil,’ Poetics of Hispanism, ed. by Catherine L. Jrade and Christina Karageorgou-Bastea (Madrid/Frankfurt: Iberoamericana/Vervuert, 2012), 35-63. Para Bosteels el sujeto poético de Atencia se afirma mediante la contigüidad con los objetos y en un diálogo amoroso con ellos.
[2] Sostiene esta idea W. Michael Mudrovic, ‘The Ecphrastic Mirror: María Victoria Atencia’s Marta & Maria,’ in Mirror, Mirror on the Page: Identity and Subjectivity in Women’s Poetry (1975-2000), p. 36.
[3] Reconozco, con todo, que Sharon Keefe Ugalde –a quien debemos estudios valiosos sobre el tema–, ha sostenido lo contrario. Véase ‘María Victoria Atencia o cómo contener el vuelo de la gentil oropéndula,’ Actas del XIII Congreso de la AIH, Madrid, 6-11 de julio de 1998, Vol. II (Madrid: Castalia, 2000), 672-80. Quizá se pudiera resolver esta discrepancia insistiendo en lo ilusorio de la écfrasis.
[4] Tendencia analizada magistralmente por Otis H. Green en España y la tradición occidental, v. IV: El espíritu castellano en la literatura desde ‘El Cid’ hasta Calderón (Madrid: Gredos, 1969).
[5] La poeta nortamericana Adrienne Rich ha sostenido que a las mujeres les ha tocado tradicionalmente la tarea de repetición y reparación del mundo. Me remito a ´Conditions for Work: The Common World of Women’ in Heresies 3 (1977), pp. 52-56. Reimpreso en On Lies, Secrets, and Silence (Selected Prose 1966-78) (Nueva York: Norton, 1979), pp. 38-45.
[6] Recordando acaso el dicho francés: ‘araignée du matin, chagrín; araignée du midi, souci; araignée du soir, espoir.’
[7] Mudrovic, ‘The Ecphrastic Mirror’, pp. 39-63.
[8] Palabras recogidas por Sharon Keefe Ugalde en la entrevista que publica en Conversaciones y poemas. La nueva poesía femenina española en castellano (Madrid: Siglo Veintiuno Editores, 1991), pp. 14-15.
[9] Paul Valéry, ‘Gabriela Mistral’, Revue de Paris (febrero de 1946), p. 3.
[10] Lo afirma en Discourses 215, 4.
[11] Tina Escaja, ‘(Des) velando el sujeto femenino. La experiencia de los límites en María Victoria Atencia,’ en La poesía de María Victoria Atencia. Un acercamiento crítico (Madrid: Huerga & Fierro, 1998), p. 53.
[12] Véase F.C. Happold, Mysticism (Londres: Penguin Books, 1990), p. 276.
[13] Angela Figuera, Obra completa (Madrid: Hiperión), 1986, p. 142, ‘¿Por qué, Señor, me lo arrebatas luego?/ ¿Por qué se me crece ajeno, desprendido ….?’
[14] Luisa Muraro insiste en que ‘aprendemos a hablar de la madre.’ Véase El orden simbólico de la madre, trad. de Beatriz Albertini (Madrid: horas y horas, 1994), p. 127. Todo el tercer capítulo es pertinente, ´La palabra, don de la madre,’ pp. 37-52. En la p.47 leemos: ‘[…] que saber hablar es una dote o un don revocable de la madre, que la inhibición de la palabra es la anulación de la dote y que, para recuperarla, es necesario pactar con la matriz de la vida.’ El deseado regreso a la madre, no obstante, debía calificarse de mito. Véanse los comentarios de Teresa de Lauretis en ‘Imaginario materno y sexualidad,’ Debate feminista 11 (abril 1995): 283-301 (299).
[15] Por ‘aire’ también se refiere a cómo la hablante se reconoce en su descendencia y en concreto, en el aspecto de unos niños que juegan.
[16] Bachelard nos llama la atención sobre la imagen de las aguas como símbolo materno y la imagen de la luz solar como símbolo paterno.
[17] Martha LaFollette Miller ha señalado la tristeza que invade el poema. No obstante cree que la perspectiva de María prevalece: ‘The Mary side of the speaker … is associated with hope, the possibility of a faith in some kind of renewal in a different life.’ Véase ‘ María Victoria Atencia and Carmen Martin Gaite: Crossing Genre Boundaries,´ en The Discovery of Poetry: Essays in Honor of Andrew Debicki, ed. by Roberta Johnson (Boulder, Colorado: The Society for Spanish and Spanish-American Studies, 2003), pp. 133-53 (144).